Viajar en bicicleta por Turquía
Cómo es viajar en bicicleta por Turquía
Viajar en bicicleta por Turquía fue una de esas experiencias que te marcan para siempre, un viaje que a veces resulta impredecible y lleno de sorpresas. Ya había recorrido bastante desde Europa, y cruzar a Turquía suponía para mí una nueva etapa, tanto en el viaje como en la vida. No era solo la idea de pedalear kilómetros y kilómetros, sino la sensación de entrar en un mundo completamente distinto, lleno de contrastes, hospitalidad y paisajes que te dejan sin aliento. Para mi, de los mejores países para viajar en bicicleta por el mundo, sin duda, un país en el que es difícil cansarse viajando en bicicleta.
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TogglePocos kilómetros antes de cruzar la frontera, coincidimos con otros cicloviajeros que iban a cruzar la frontera con Turquía. Una carta de presentación para Turquía inmejorable, ya que pocas cosas más bonitas hay que compartir ruta con otras personas.
Cruzamos la frontera, y casi de inmediato sentimos el cambio. El primer pueblo turco que encontramos nos recibió con los brazos abiertos. No solo probamos la comida turca, sino que además coincidimos con las fiestas locales. Fue una de esas noches que no se olvidan. Las calles estaban llenas de gente, música, bailes, y aunque no entendíamos el idioma, el ambiente era lo suficientemente acogedor como para hacernos sentir parte de todo aquello.
Recuerdo haber pensado que viajar en bicicleta por Turquía iba a ser una experiencia distinta a cualquier otra que hubiera tenido antes. No se trataba solo de pedalear, sino de sumergirse en su cultura, en sus costumbres, en esa forma tan especial que tienen de recibir a los extranjeros.
Una de las primeras noches acampamos cerca de un pequeño pueblo. Era un grupo de seis cicloviajeros y esa noche, bajo el cielo estrellado, sentí que ese era el verdadero espíritu del viaje en bicicleta. Rodeado de personas que, como yo, compartían el mismo amor por la libertad y la naturaleza. Aunque la hierba era alta y a veces incómoda, el cansancio del día hizo que cayera rendido bajo una de las noches más estrelladas que había visto en mucho tiempo.
Pero no todo fue tranquilidad. Al día siguiente, mientras buscábamos un nuevo lugar para acampar, la policía nos sorprendió a las 12 de la noche. Nos miraron curiosos, con ese gesto de “¿qué hacen aquí estos locos?”. Pero después de algunas risas y explicarles que solo queríamos dormir, nos dejaron tranquilos. Uno de esos momentos en los que te das cuenta de lo diferente que puede ser viajar en bicicleta: la gente no está acostumbrada a ver a alguien acampando en medio de la nada, y mucho menos en un lugar tan poco común.
Uno de los aspectos más bonitos de viajar en bicicleta por Turquía es la hospitalidad de su gente. Un día, en una pequeña parada para tomar un té, un hombre nos enseñó algunas palabras turcas y nos invitó a su casa. Me sorprendió la calidez con la que fuimos recibidos. La gente aquí no solo te saluda, sino que te abre las puertas de su casa, te ofrece comida, té, y a veces hasta un lugar donde descansar.
En otra ocasión, mientras buscábamos un sitio para dormir cerca de un lago, una familia nos acogió como si fuéramos de la casa. Los niños nos miraban con curiosidad, sorprendidos de ver a unos ciclistas cargados con alforjas, y la familia no dudó en ofrecernos comida, agua y hasta un espacio para acampar. Es en estos momentos donde te das cuenta de lo enriquecedor que es viajar en bicicleta, no por los kilómetros que recorres, sino por las personas que conoces en el camino.
Tras varios días pedaleando, llegué a Estambul, esa ciudad que parece estar en constante movimiento. El caos de las calles, las multitudes y el tráfico resultaban abrumadores, sobre todo después de haber pasado tanto tiempo en la naturaleza. Estambul te atrapa, pero también te agota. Cada rincón tiene algo que ofrecer: desde los mercados llenos de especias y olores exóticos, hasta las imponentes mezquitas que dominan el horizonte.
Recuerdo especialmente una noche que, después de recorrer la ciudad todo el día, entré en una mezquita justo a la hora del rezo. El contraste era brutal: fuera, el ruido de los coches, la gente, las prisas; y dentro, una paz absoluta. Sentí como si el volumen del mundo se hubiera apagado de repente, y esa sensación de calma me acompañó durante el resto del viaje.
La Capadocia: un paisaje de otro mundo
Dejando atrás el bullicio de Estambul, puse rumbo a la Capadocia, un lugar que parecía sacado de un cuento de hadas. La zona está llena de cuevas antiguas, algunas con más de 2000 años de antigüedad, y paisajes que te hacen sentir que estás en otro planeta. Aquí, el viento y la roca se han combinado para formar uno de los escenarios más espectaculares que he visto en mi vida.
En una de las paradas, conocí a otros ciclistas con los que compartí ruta por unos días. Pedalear en grupo fue extraño al principio, acostumbrado a la soledad del camino, pero pronto me adapté. La compañía de otros viajeros aporta una nueva perspectiva al viaje, y juntos exploramos las ciudades subterráneas, esos lugares que en su día dieron refugio a miles de personas. Uno de ellos era Pablo de Bikecanine, qué pequeño es el mundo, verdad?
Pasamos las noches acampando en cuevas, improvisando cenas bajo las estrellas y despertando con la impresionante vista de los globos aerostáticos que surcan los cielos de la Capadocia al amanecer. No soy un gran fan de los globos, pero verlos en el horizonte mientras desayunaba fue una experiencia que quedará grabada en mi memoria.
Desafíos en el camino: cuando todo no sale como planeas
No todo fue fácil durante el viaje. Un día, mientras pedaleaba por un camino de grava, descubrí una pequeña fisura en mi bicicleta. Al ser de acero, sabía que podía repararla, pero encontrar un soldador en medio de Turquía no era tarea sencilla. Sin embargo, el viaje siempre te sorprende. A los pocos kilómetros de darme cuenta del problema, encontré un pequeño taller en el que un hombre, con su paciencia y su destreza, reparó la fisura.
Fue uno de esos momentos en los que te das cuenta de lo impredecible que es viajar en bicicleta, pero también de lo afortunado que eres al encontrar personas dispuestas a ayudarte en el camino. El soldador no quiso cobrarme nada, y aunque insistí, su respuesta fue clara: “Estamos aquí para ayudarnos”.
El viaje continuó durante varias semanas más. A medida que avanzaba hacia el este, los paisajes se volvían más desolados, más áridos, pero también más fascinantes. Las temperaturas bajaban, especialmente por las noches, y acampar se volvía un reto. Pero cada día era una nueva aventura, una nueva oportunidad de aprender algo sobre mí mismo y sobre el mundo que me rodeaba.
Uno de los últimos grandes momentos del viaje fue llegar al lago Tuz, un inmenso lago salado que durante el verano se seca casi por completo. Pedalear por esas llanuras blancas, sin más compañía que el viento, fue una experiencia casi espiritual. El silencio, el espacio vacío, la inmensidad del paisaje… todo contribuía a esa sensación de estar completamente en paz con el mundo.
Viajar en bicicleta por Turquía me enseñó muchas cosas: que la gente es más amable de lo que creemos, que los paisajes más increíbles suelen estar en los lugares menos esperados, y que la verdadera magia del viaje está en los pequeños detalles. Cada parada, cada persona, cada plato de comida compartido se convirtieron en recuerdos inolvidables.
Este viaje no fue solo un recorrido por tierras turcas, sino una profunda conexión con el presente, con el simple hecho de estar ahí, pedaleando, respirando, viviendo.