Viajar en bicicleta por Francia
Cómo es viajar en bicicleta por Francia
Francia es conocida por sus paisajes icónicos, su rica cultura y su gastronomía, pero experimentarla en bicicleta es una aventura completamente diferente. La travesía por sus carreteras y pueblos, con la bicicleta como único medio de transporte, te ofrece una cercanía íntima con la naturaleza y las personas que se cruzan en el camino. Mi viaje comenzó en los Pirineos, ese majestuoso sistema montañoso que separa España y Francia, donde el sonido del agua de los ríos y el frío aire de las montañas marcan el ritmo de los primeros días de travesía.
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ToggleCada mañana, el ritual era el mismo: desmontar la tienda de campaña y recoger la basura, respetando siempre el entorno que me acogía durante la noche. Al avanzar en la ruta, Francia se mostraba en su esplendor, con sus pequeños y tranquilos pueblos en los Pirineos Occidentales, lejos de la masificación turística de los Alpes. El primer reto fue subir un puerto de montaña, una escalada interminable que me dejaba sin aliento, el Coll de Ares, pero al llegar a la cima, el esfuerzo se veía recompensado con una vista impresionante de los Pirineos nevados.
Descendiendo desde la frontera, los ríos guiaban mi camino hacia el sur de Francia. Perpiñán se perfilaba como el siguiente destino, una ciudad rodeada de historia, pero también de tranquilidad. Pronto, dejé las montañas atrás y la costa comenzó a aparecer en el horizonte. El sol, que al principio parecía esquivo, comenzó a brillar más a menudo, invitándome a buscar un lugar para bañarme en las frías aguas del río.
A lo largo de la costa, las rutas ciclistas como la EuroVelo 8 me llevaron por caminos que bordeaban el río y el mar. Esta ruta, que conecta gran parte de Europa, fue una de mis compañeras constantes en esta parte del viaje. La soledad de la naturaleza, solo rota por el ocasional ciclista que pasaba, me brindó momentos de reflexión y conexión profunda con mi entorno. Sin embargo, viajar en bicicleta también tiene sus desafíos, y el viento en esta zona fue uno de los más duros, en especial toda la zona de la Camarga. Ráfagas de 40 o 50 km/h se convirtieron en mi enemigo constante, ralentizando mi avance y agotando mis fuerzas. A veces, pedaleaba contra el viento durante todo el día, sintiendo que cada metro ganado era una pequeña victoria.
El viento me acompañó durante gran parte del recorrido por la región de la Camarga, un parque natural famoso por sus flamencos y su biodiversidad única. Sin embargo, no todo fue disfrute. Los largos trayectos con el viento en contra, a menudo por carreteras interminables y rectas, se convirtieron en un reto mental tanto como físico.
A pesar de los desafíos, el viaje también estuvo lleno de encuentros inesperados. En una pequeña estación de bomberos, conocí a Tomás, un bombero que, tras verme llegar exhausto, me invitó a su casa para pasar la noche. Su amabilidad y la de su esposa Morgana no solo me brindaron un lugar donde descansar, sino que me recordaron la generosidad de las personas que encuentras en el camino. Me ofrecieron una cena caliente, un techo bajo el cual dormir y, a la mañana siguiente, hasta me acompañaron en bicicleta durante los primeros kilómetros del día. Fue un gesto simple a simple vista, pero cuando viajas en bicicleta, una cama y una cena con personas “desconocidas” es un regalo. Estas conexiones humanas, inesperadas y espontáneas, son las que realmente marcan un viaje en bicicleta.
Desde la Camarga, el viaje continuó hacia los Alpes Marítimos. A medida que me adentraba en la región montañosa, el paisaje se volvía cada vez más espectacular. Las montañas imponentes y las carreteras serpenteantes que parecían dibujadas sobre los acantilados ofrecían vistas que quitaban el aliento.
A medida que la altitud aumentaba, también lo hacía el esfuerzo. Llegar a los Alpes con una bicicleta completamente cargada no es tarea fácil, pero cada kilómetro ganado me llenaba de satisfacción. Alcanzar los 2,300 metros de altura fue uno de los momentos culminantes del viaje. La recompensa por el esfuerzo llegó en forma de un refugio de montaña que, aunque sencillo, ofrecía unas vistas espectaculares. Esa noche, acampé a las puertas de Italia, rodeado de montañas y un cielo estrellado, en un lugar tan aislado que parecía que el mundo se detenía solo para mí.
Más allá de los paisajes y los momentos de soledad, lo que realmente hizo especial esta travesía fueron las personas que conocí en el camino. Desde los ciclistas con los que compartí parte de la ruta, hasta aquellos que me ofrecieron su hospitalidad desinteresada, todos ellos dejaron una huella en mi viaje y en mi corazón.
Francia, con su red de caminos, pueblos tranquilos y paisajes cambiantes, es un país hecho para ser descubierto lentamente, y no hay mejor forma de hacerlo que sobre una bicicleta.