Viajar en bicicleta por Eslovenia
Cómo es viajar en bicicleta por Eslovenia
Después de varias semanas recorriendo Italia, tocaba despedirse de los Dolomitas y poner rumbo a una nueva aventura: viajar en bicicleta por Eslovenia. Tras mi última noche de acampada en Italia, con una mezcla de nostalgia y emoción, me preparé para cruzar la frontera. Italia me había regalado experiencias increíbles, pero ahora Eslovenia me llamaba con su promesa de paisajes verdes y montañas imponentes.
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ToggleRecuerdo aquella primera noche en suelo esloveno. Me encontré acampando en un rincón tranquilo, con el sol levantándose por el horizonte. La sensación de libertad era inigualable. Sin tienda de campaña, dormí al raso, envuelto en la tranquilidad del entorno. Aunque sabía que Eslovenia tiene osos, no pude evitar sentirme en paz en este paraíso natural.
Al día siguiente, la aventura empezó oficialmente. Pedaleé desde San Pietro, en Italia, hasta las primeras montañas eslovenas. Nada más cruzar la frontera, me recibió una bajada que serpenteaba entre bosques y pequeñas aldeas, mientras el paisaje se iba haciendo cada vez más verde. Los pueblos por los que pasaba parecían salidos de un cuento, y el ambiente del Giro de Italia todavía se respiraba en el aire, con banderines rosados ondeando al viento.
Conforme me adentraba más en Eslovenia, el paisaje seguía impresionándome. Los Alpes Julianos, aunque duros de subir, ofrecían una recompensa visual incomparable. Las montañas, cubiertas de vegetación, recordaban a los Dolomitas, pero con un toque más salvaje y menos turístico. Las subidas se hacían largas y exigentes, pero cada curva cerrada ofrecía una vista que valía cada gota de sudor.
Uno de los momentos más duros fue una subida que parecía no tener fin. Pedaleé durante casi dos horas hasta alcanzar la cima, un reto que me dejó exhausto pero también lleno de satisfacción. Las vistas desde allí arriba eran espectaculares, y aunque estaba agotado, supe que cada esfuerzo había valido la pena. La bajada, por otro lado, fue mucho más amable, un descenso por un carril bici rodeado de vegetación que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
Llegar al famoso lago Bled fue otro hito del viaje. Este lugar, del que tantas veces había oído hablar, me recibió con menos turistas de lo esperado. A pesar del calor del verano, el agua azul y el entorno verde eran hipnóticos. Sin embargo, no pude evitar fijarme en un enorme hotel que parecía romper con la armonía del paisaje. Aun así, el lago Bled conservaba su magia y me regaló un momento de tranquilidad.
Conforme me adentraba más en Eslovenia, el paisaje seguía impresionándome. Los Alpes Julianos, aunque duros de subir, ofrecían una recompensa visual incomparable. Las montañas, cubiertas de vegetación, recordaban a los Dolomitas, pero con un toque más salvaje y menos turístico. Las subidas se hacían largas y exigentes, pero cada curva cerrada ofrecía una vista que valía cada gota de sudor.
Los días siguientes me llevaron a la vibrante ciudad de Liubliana. Decidí perderme por sus calles sin rumbo fijo, disfrutando de la espontaneidad de ser un turista más. La capital eslovena me sorprendió por su encanto, sus calles adoquinadas y la calma que se respiraba, a pesar de ser una ciudad. El contraste entre la naturaleza y la vida urbana era evidente, pero ambos aspectos compartían esa serenidad que parecía impregnar todo el país.
Después de varios días intensos, decidí regalarme un pequeño descanso en una granja eslovena, de la mano de Warmshowers. Allí, me dediqué a recoger arándanos y fresas, a disfrutar de puestas de sol en silencio y a desconectar del mundo. A veces, viajar no solo se trata de pedalear sin parar, sino también de detenerse y simplemente estar.