Viajar en bicicleta por Montenegro
Cómo es viajar en bicicleta por Montenegro
Mi aventura viajando en bicicleta por Montenegro empezó con una mezcla de entusiasmo y nostalgia. El último amanecer en Bosnia nos despedía, justo al lado de una pequeña iglesia ortodoxa, y con la promesa de cruzar la frontera a Montenegro, me adentraba en lo desconocido.
En esta página hablamos de:
ToggleEl camino antes de entrar a Montenegro era impresionante, una carretera que se elevaba y descendía como un tobogán natural, muy típico de los Balcanes. Al cruzar la frontera, sentí como si hubiera retrocedido en el tiempo: un puente viejo, casi de guerra, conectando dos países y mundos diferentes.
Pronto me encontré pedaleando a través de túneles oscuros, uno tras otro. Era una sensación extraña, con la luz parpadeante de mis tres linternas iluminando solo lo justo para que los coches me vieran. Fue uno de esos momentos donde agradecí llevar siempre más luces de las necesarias, una regla de oro para todo cicloturista.
Al siguiente día me esperaba un gran reto: el ascenso hacia el Parque Nacional de Durmitor. La tarde anterior había llegado a un pequeño pueblo, Plasencia, y decidí acampar junto a un lago, buscando la calma antes del gran esfuerzo. La noche fue tranquila, pero la mañana me despertó con el reto de subir una montaña de 25 kilómetros. Me lo tomé con calma, paso a paso, mientras el sol me guiaba.
A medida que ascendía, mi energía flaqueaba. Los días anteriores me habían dejado físicamente exhausto, y la inclinación del terreno no ayudaba. Sin embargo, lo peor no fue la subida, sino tener que empujar la bicicleta por una pendiente del 10%. El calor era agobiante, y en ese momento, lo único que quería era llegar a algún sitio donde poder descansar y, por qué no, desahogarme un poco. Empujar la bici me desgastaba tanto mental como físicamente. Cada metro que avanzaba era una victoria, pero también una prueba de paciencia.
Y entonces, justo cuando creí que el día no podía mejorar, llegué a un pequeño caserío en lo alto de la montaña. Una familia me acogió con los brazos abiertos, ofreciéndome café, tomates y ajos. Me sorprendió la simplicidad de su vida, tan alejada de todo, y aún así, tan plena. Fue uno de esos momentos en los que uno se da cuenta de lo poco que realmente necesitamos para ser felices. Me quedé un rato largo con ellos, comunicándonos apenas con miradas y gestos, ya que no hablaban inglés. Hubiera podido quedarme a cenar, pero el camino aún me llamaba.
Al caer la noche, encontré un lugar tranquilo para acampar, sintiéndome agotado pero satisfecho. Me fui a dormir escuchando el sonido de las ovejas en la distancia, y el viento suave que corría entre las montañas. Fue, sin duda, el día más duro del viaje, tanto física como emocionalmente. Pero al mismo tiempo, uno de los más enriquecedores.
El día siguiente comenzó con las piernas aún temblorosas, pero el paisaje que me rodeaba era espectacular. Estaba en el corazón del Parque Nacional de Durmitor, un lugar tan inmenso y puro que me recordaba a los Dolomitas, pero sin el turismo masivo. A pesar de estar completamente agotado, no podía dejar de maravillarme ante la belleza que me rodeaba. El cielo despejado, las montañas majestuosas, y la paz absoluta del lugar hacían que todo valiera la pena.
Me enfrenté a más subidas, algunas tan empinadas que me hacían dudar si podría continuar. Pero lo más difícil ya había pasado. Al final de la jornada, monté mi campamento bajo un cielo estrellado que me dejó sin palabras. Fue uno de esos momentos en los que uno siente que ha ganado algo más que kilómetros: una conexión con el lugar, y consigo mismo.
Y aunque Montenegro me puso a prueba, especialmente con sus colinas y sus caminos difíciles, la experiencia de viajar en bicicleta por Montenegro fue, sin duda, inolvidable. No solo por los paisajes impresionantes, sino por las lecciones de vida que me dejó. Como cuando, tras días de soledad y esfuerzo, una simple comida compartida con extraños se convierte en el recuerdo más cálido del viaje.
La mañana siguiente, mientras desmontaba la tienda y me preparaba para el último tramo, sentí una mezcla de tristeza y gratitud. Montenegro había sido un desafío, pero también un regalo. Un lugar donde aprendí que, a veces, los momentos más duros son los que nos muestran lo que realmente importa: la conexión con las personas, con la naturaleza, y con uno mismo.